lunes, 4 de enero de 2016

Las peripecias del Maestro Inocente Carreño

En el libro "De Babor a Estribor. Reseñas de la navegación en Venezuela" (Fundación Museo del Transporte, Caracas. Alfredo Schael, Fabián Capecchi, editor Ramón Rivero Núñez) se publica un fragmento biógrafico del Maestro Inocente Carreño. Las peripecias de la navegación entre su Margarita Naval y La Guaira cuando resolvió encontrar nuevos horizontes ahondando en su vocación por la música donde ha alcanzado la gloria que tantos admiramos y celebramos. He aquí lo publicado: "Inocente Carreño y latempestad rumbo a Caracas
A la comprensión de un tramo de nuestra historia nacional contribuye la inserción del texto que transcribimos a continuación. Figuró en una crónica de su vida suscrita por la figura notable de la música venezolona que es el maestro Inocente Carreño (Porlamar, estado Nueva Esparta, el 28 de diciembre de 1919). 
¿Cómo llega a Caracas el muchacho que siente la necesidad de hallar nuevos aires y espacios para realizarse? ¿Cuánto se diferencia un viaje entre Margarita y tierra firme de aquel entonces al presente? Esta lectura amena, hermosa, bien escrita por el muy noble Inocente, compositor, maestro de notable actuación en el Orfeón Lamas y en la Orquesta Sinfónica Venezuela. Aquella travesía de 1932 se origina y transcurre como sigue:
“La llegada de mi hermano Francisco a Margarita fue motivo de inmenso júbilo el hogar. Y la alegría subió de punto -en lo que a mí se refiere-, cuando nos anuncio solemnemente que debíamos prepararnos pues el propósito de su visita no era oro que el de llevarnos con el a su regreso a Caracas. El entusiasmo que tal noticia me produjo me puso en esta casi febril, lo que hizo pensar a mi abuela que eso era sintonía indudable de alguna misteriosa enfermedad que me amenazaba. Menos que mi hermano le hizo ver que todo se debía a la excitación que se había apoderado de mí por la inminente partida a la capital.
Y era que el intuía desde mucho tiempo atrás, que mi mayor anhelo era viajar a Caracas, aunque nunca lo hubieras manifestado claramente a ningún miembro de la familia.
Esto lo puede comprobar unos días después de su arribo a la Isla, cuando en una reunión que sostuvimos, me expreso que él se sentía feliz de que yo pudiera ir a vivir a Caracas, ciudad con la cual, él estaba seguro, yo había soñado muchas veces.
Yo le confesé por mi parte, que todo lo que el suponía era verdad, porque presentía que allí había de encontrar la posibilidad de dedicarme por entero al estudio de la música, por la cual sentía verdadera vocación.
Mi hermano acogió con simpatía mi confesión y me prometió que en cuanto llagáramos a la capital, continuaría mis estudios de primaria y me haría inscribir en la Escuela de Música y así vería realizado mis deseos.
Antes de partir, se cumplió con el requisito de solicitar la boleta de retiro de la Escuela Federal Mariño donde cursaba 4º grado. El director, Leonardo Quijada Rojas, después de los tramites de rigor, muy amablemente me deseo mucha suerte en mí nuevo domicilio.
Mi abuela mientras tanto, ante la cercanía del viaje, hizo que se me tomara una foto al lado de la casa, en la en la que luzco bastante crecido para mis doce años y pico, con mi trompeta en posición de ataque, camisa y pantalones blancos, medias del mismo color casi hasta las rodillas y zapatos de dos tonos -blancos y negro-. Es una foto bastante fiel, si se piensa que fue tomada al aire libre por un artista ambulante. 
Juntos conmigo también se dispusieron a partir, mi abuela, mis tíos AnaJoaquina y Regino y naturalmente, mi hermano. El traslado lo íbamos a hacer en la baladra Flor de María propiedad de Manuel Fermín. Era un barco de vela como de 5 o 6 toneladas con fama de liviano y muy segura, pues esa travesía ya la había realizado en múltiples ocasiones. 
Debo decir que yo jamás me había embarcado para un viaje por mar, pues ni siquiera la isla de Coche conocía. Así que no tenía la menor idea, ni de las incomodidades que se sufrían ni de los peligros que nunca veces había que enfrentar. Por el contrario, no cabía en mi de gozo, y aunque por momentos se me ensombrecía el ánimo al pensar que todo aquello que había conformado mi existencia, dentro de poco quedaría como escondido tras una espesa cortina, de nuevo volvía a tomar impulso el incontenible sentimiento de gozosa felicidad que estremecía todo mi ser
Y en la mañana de un día de noviembre de 1932, luego del traslado de nuestras escasas pertenencias a ala Flor de María, cuando ya todo estuvo dispuesto para zarpar, levó anclas e izó sus velas y en pocos momentos inicio su ruta con destino al puerto de La Guaira. Y a medida que la balandra se alejaba y se internaba mar adentro, el Muelle, el Faro, el Marconi, el Morro, el Farallón, Punda, Guaraguao y Bellavista se fueron tornando cada vez más pequeños borrosos, hasta que al cruzar Punta Mosquiteros, se ocultaron definitivamente de nuestra visión. De pronto fueron las altas serranías de Macanao cubiertas por espesas nubes las que surgieron nítidamente ante mis asombrados ojos. Fue ya casi finalizando la tarde, con el sol hundiéndose en el horizonte, cuando la silueta brumosa de la Isla se fue perdiendo en la lejanía y las sombras de la noche fueron cubriendo lentamente la inmensidad del mar.
En contraste, el cielo exhibió de súbito su límpido lienzo azul perforado por miles de estrellas, semejantes a un enjambre de cocuyos, cintilaban sin cesar. Y entre ellas, la más esplendorosa de todas: la estrella polar haciendo guiños y mostrándonos el rumbo. A los tres días hubo necesidad de atracar en Barcelona para aprovisionarnos de agua. Al reanudar la travesía al día siguiente, imprevista calma chicha que se prolongó por varias horas, hacía ondular perezosamente las velas del barco que por mantenerse al pairo, daba la impresión de estar clavado en el medio del mar.
Al fin el viento empezó a soplar y gradualmente la embarcación reinició su andar, deslizándose veloz a través de las ondas.
Al superar este primer escollo, no sucedió nada digno de mención a no ser el racionamiento de la alimentación que se redujo a una magra ración de pescado o de carne salada y una totuma de agua, que de dulce no tenía sino el nombre y que a duras penas lograba mitigar la sed que el ardiente sol hacia cada día mas apremiante.
Pero bien pronto íbamos a enfrentarnos a una situación de verdadero peligro que puso a prueba nuestra presencia de ánimo… En la noche de séptimo día de navegación, ya en las costas de Cabo Codera, se desató una furiosa tormenta que estuvo a punto de hacer zozobrar la pequeña nave en cuya cubierta barrida por las olas, iban marineros de un lado a otro cumpliendo las órdenes del impávido capitán. Éste, con una serenidad que pasmaba, no cesaba de darle enérgicas chupadas a su cachimbo.
Como la tempestad se tornaba cada vez más violenta, este viejo lobo de mar se vio obligado a ordenar a su tripulación, arriar de inmediato las velas para así avanzar a palo seco, por temor a que el fuerte viento y las gigantescas olas, sepultaran de un golpe a la diminuta y frágil Flor de María, que subía y bajaba a merced del embravecido mar, como una montaña rusa. Los pasajeros fuimos trasladados de urgencia a la bodega, donde unas monjas compañeras de viaje, rosario en mano y rezando en voz alta, agotaban su extenso repertorio de oraciones. Fue bien entrada la madrugada, cuando el temporal comenzó a amainar. Y al despuntar el alba, ya se divisa a los lejos las luces del puerto de La Guaira.
Pasado el susto y con los ánimos calmados, el ansia por arriba al puerto era cada vez mayor. El sol empezó a asomarse y con él se fueron disipando las brumas del amanecer. 
Este maravilloso estado de ánimo me acompañó durante todo el trayecto en tren hasta Caracas y culminó, cuando subí los escalones que me condujeron al frente de la casa en que habitaban mi mamá y mis hermanos en la Avenida Sucre entre Tinajas y Agua Salud. Fuimos recibidos por ellos con grandes muestras de alegría, uniéndose más tarde al grupo mi tío Nicolás que vivía aparte.
Algunos vecinos se acercaron a la casa con el propósito de conocernos y para manifestarnos su solidaridad y afecto.
Pasados algunos días todavía con la frente impresión de balanceo, producto de 8 largos días de accidentada navegación, poco a poco el alborozo por mi nueva vida s fue mitigado y todo volvió a su rutina habitual que me enfrentó bien pronto a la dura realidad: la promesa que me había hecho mi hermano en Margarita de que iba a continuar mis estudios de primaria y que me inscribiría en la Escuela de Música para incorporarme como alumno en las cátedras de Solfeo y Trompeta no concretarse, porque la crítica situación económica del hogar, me forzó a convertirme en ayudante.
En estos menesteres me mantuve hasta 1939, cuando mis aspiraciones de más largo alcance, decidí abandonar definitivamente la lezna y la banca de zapatero para dedicarme por eterno al estudio de la música, que había reanudado en 1935 con la Trompeta y el Solfeo, escogiendo la composición como especialidad. Éstas la culminé el 18 de Julio de 1946 cuando recibí el diploma que me acredita como Maestro Compositor, de manos del maestro Vicente Emilio Sojo con quien había cursado las materias correspondientes… Pero ésta es otro historia, que tal algún día me decida a contarles”.


Maestro Inocente Carreño

Maestro Inocente Carreño en 1946



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